Un león grande y majestuoso se encontraba tumbado a la sombra de un árbol. Estaba cansado de tanto rugir y demostrar que era el rey de la selva.
Se había costado ahí para echar una siestecita. Apenas había cerrado los ojos, cuando un ratón muy pequeño se le acercó. Empezó a subirse por la cola y después caminaba entre sus patas.
Más tarde se paseó por el lomo de la fiera y empezó a dar vueltas alrededor de sus orejas. El león apenas podía dormir y estaba perdiendo la paciencia. Pero como el ratón era tan pequeñito, no quería asustarlo.
El león intentó dormirse. Pero el ratón volvió a colgarse de sus bigotes, hasta que al final, harto del pequeño animal, el león lo agarró de un zarpazo. No me mates, no me mates, por favor.
Gritaba el ratoncito muy asustado. ¿Pero tú no sabes que yo soy el rey de la selva? ¿Y no sabes también que no debes molestarme? Gruñó el león. Sí, lo sé, pero quería jugar. ¿Dijo el ratón? Precisamente por eso no me has dejado dormir.
Le reprocho enfadado el león. Mira, rey de la selva. Si me perdonas, yo te ayudaré en lo que pueda. Le dijo muy decidido el ratoncito. El león se puso a reír por la promesa del pequeño animalillo.
Tanta gracia le hizo que sentó al ratón. Anda, vete. Y déjame dormir de una vez. Dijo cariñoso. Para que no lo molestaran más, el león se alejó un poco de allí. Pero tan adormilado iba, que no vio una trampa oculta entre los árboles.
Una enorme red cayó sobre él. Cuando se dio cuenta, ya estaba metido en ella. Intentó escapar, pero ya no podía, estaba atrapado. Comenzó a rugir muy fuerte, tanto que por toda la selva resonó su lamento.
El ratoncillo que no andaba lejos, oyó a aquellos rugidos y reconoció que eran los de su amigo el león. Sin perder tiempo corrió hasta allá y comenzó a roer las cuerdas de la red.
Poco a poco hizo un agujero lo va bastante grande para que el león pudiera escapar. De esa manera ayudó el pequeño ratón al estuoso y grande león. Si eres bueno y a los demás ayudas, tendrá siempre amistades seguras.